Durante décadas, la figura del genio solitario en la cocina ha fomentado la creatividad culinaria y estropeado a los restaurantes con abusos e injusticia.Con la pandemia, el protagonismo absoluto del chef podría estar en su acto final.
Imagina un gran restaurante. El chef, despierto al amanecer, espolvorea en una mesa de madera harina molida a mano. El chef bajo un foco de luz, selecciona flores de cebollín en el caos del paso, o aviva el fuego de leña bajo una hilera de pájaros brillantes y atados.
El chef está enfocado, pero
todo lo demás —todos los demás— es un borrón intrascendente.
No necesito describir al
chef. Es un hombre, probablemente. Un genio, definitivamente. Digamos que este
genio es volátil, meticuloso, impenetrable, encantador, fotogénico. No solo
administra al personal detrás de un gran restaurante. Él es el gran restaurante.
Durante décadas, el chef ha
sido la estrella en el centro de la cocina.
De la misma manera que la teoría del autor en
el cine enmarca al director como autor de la visión creativa de una película,
el chef ha sido considerado completamente responsable por el éxito del
restaurante.
Todos los demás —cocineros,
meseros, lavaplatos, incluso los comensales— son el telón de fondo, están ahí
para apoyar esa visión.
Esta forma de pensar ha
permeado la cultura de la industria en todos los niveles. Pero el poder de la
idea del chef-autor se está desvaneciendo, y a medida que los trabajadores de
los restaurantes se organizan y levantan la voz sobre lugares de trabajo abusivos,
jefes tóxicos e inequidades en los salarios y prestaciones, queda claro que la
industria de los restaurantes tiene que cambiar. El encumbramiento del chef al
frente y al centro es relativamente nuevo.
Hasta hace unos 40 años, los
chefs eran considerados poco glamorosos, duendes de la estufa escondidos detrás
de las puertas batientes de la cocina.
Con pocas excepciones, no se los consideraba artistas
ni visionarios. En general, no podían aspirar a las portadas de las revistas,
ni acumular seguidores internacionales dedicados y de culto. No obtenían
contratos para libros ni discutían su inspiración en entrevistas ni
protagonizaban documentales ni contrataban publicistas para hacer desaparecer
escándalos horribles.
En su libro de 2018, Chefs, Drugs and Rock & Roll, Andrew Friedman documenta la mitologización de los
chefs y su surgimiento de la oscuridad. Escribe que antes de los años setenta y
ochenta, los chefs eran “caballos de batalla anónimos”, en muchos casos no solo
eran desconocidos, sino que se los consideraba intercambiables.
Los setenta iniciaron una transición y
cambiaron la forma en que se percibía a los chefs en Estados Unidos.
Cuando Wolfgang
Puck se hizo famoso por su innovación
en la cocina de Ma Maison, y luego abrió Spago, ayudó a marcar el comienzo de
una era en la gastronomía estadounidense en la que los chefs se convirtieron en
nombres —grandes nombres— reconocidos por el público fuera de la industria de
los restaurantes.
A medida que los chefs se consagraron como autores,
finalmente fueron reconocidos por su trabajo agotador y previamente
infravalorado. También se les dio más espacio para Re imaginar platos y menús,
para analizar cómo funcionaban los restaurantes, y para explorar quién Eran.
Hicieron que los restaurantes fueran lugares
infinitamente más emocionantes para cenar y trabajar.
Cuando comencé a cocinar en restaurantes, a mediados de los
años 2000, sumergiéndome voluntariamente dentro del sistema de brigada militar,
el estatus del chef como autor era incuestionable, y la profundamente
vergonzosa frase “la comida es el nuevo rock” se lanzaba por ahí casi sin
ningún sentido de ironía.
Un chef para el que trabajé compartió
páginas fotocopiadas de los libros de cocina de Ferran y Albert Adrià, en
español, para que el personal pudiera estudiar las proporciones y las técnicas
utilizadas en la famosa cocina de El Bullí. Fue emocionante, y muchos de nosotros experimentamos al
soplar esculturas de azúcar isomalt o preparar gelatinas calientes.
Apareció en su influyente
libro de 1990, White Heat, que mostró lo que era
posible cuando un joven chef ambicioso y brillante alcanzaba el poder total:
White escribió sobre su hábito de poner cocineros dentro de botes de basura
para castigarlos, entre otras formas de intimidación.
Confesiones de un chef, de Anthony Bourdain, también se volvió canon. A lo
largo de su carrera, Bourdain pidió atención y respeto a los inmigrantes, los
trabajadores indocumentados y los muchos empleos mal pagados y soslayados que
son esenciales para un restaurante.
Pero Bourdain también era una celebridad, y defendió
un ideal romántico de ser chef como un tipo de trabajo brutal, increíblemente
exigente, aunque en última instancia significativo, que exaltaba a los
inadaptados, reuniéndolos en torno a un propósito, al menos durante el servicio
de comidas.
Esta comprensión complicada y compartida
de las cocinas de los restaurantes a menudo se usaba para justificar el trabajo
y las horas, y las expectativas irracionales al servicio de la excelencia y la
gloria. También explicaba las deficiencias graves y sistémicas del negocio y
normalizaba culturas laborales abusivas.
En su libro de memorias de 2019, JGV: My Life in 12 Recipes, el chef Jean
Georges Vongerichten escribe sobre la
cultura que fomentó a fines de la década de 1980 en el restaurant Lafayette,
que recibió una
crítica de tres estrellas de
Bryan Miller en The New York Times.
El
viejo lavaplatos del restaurante, a quien en el libro llama “Sam”, había
trabajado en el hotel durante 20 años, y se tomó un descanso de 45 minutos
cuando un crítico estaba en el restaurante. Vongerichten, quien tomó el lugar
del lavaplatos en el fregadero durante ese tiempo, estaba furioso. Mientras su
jefe de cocina mantenía la puerta cerrada, atrapando a Sam, Vongerichten le dio
una paliza.
“No
estoy orgulloso de eso”, escribe Vongerichten. Después de que el lavaplatos
fuera a seguridad a denunciar el abuso, la cocina cerró filas. “Todos en la
cocina sabían lo que había pasado”, agrega. “Pero nadie dijo una palabra”.
Vongerichten
llegó a tener renombre internacional y
abrió 38 restaurantes en todo el mundo. El otoño pasado, The Jean-Georges Restaurant Group manejó
a 5000 empleados; sus ventas de 2018 totalizaron 350 millones de dólares.
A
medida que los chefs construyeron grandes negocios de restaurantes, a menudo
denominados imperios, se convirtieron en marcas poderosas, capaces de ocultar
el abuso, la violencia y la discriminación. Y si seguían ganando dinero para
sus inversores, a menudo mantenían su poder, como en el caso de Mario Batali.
Batali
se convirtió en uno de los chefs y propietarios de restaurantes de más alto
perfil del país, abrió restaurantes populares, presentó programas en ABC y Food
Network, publicó una serie de libros de cocina populares, y desempeñó un papel
central en Calor, el
vívido libro de Bill Buford publicado
en 2007.
Pero
en 2017, varias mujeres hablaron sobre el patrón de acoso y agresión sexual de
Batali. No fue hasta 2019 que salió del Bastianich
& Batali Hospitality Group y dejó de beneficiarse de los restaurantes que
había establecido. De la misma manera, la chef April Bloomfield cortó su
asociación con el dueño de restaurantes Ken Friedman en
2018, después de que fue acusado de acoso sexual, y
ella admitió en una entrevista que
no había hecho lo suficiente para poner fin al abuso.
La
escritora Meghan McCarron describió recientemente
el poder duradero de la teoría del autor, una forma de pensar sobre los
restaurantes que ha tenido un costo tan difícil de medir como imposible de
ignorar.
“En la
versión subestimada de esta teoría en el mundo de los alimentos, los
visionarios singulares todavía son vistos como los únicos arquitectos de la
grandeza de un restaurante”, escribió McCarron.
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